Lo que resta del paraíso

Por Irene Herner

La película "La caída" impide olvidar el cataclismo de 1945, que de algún modo sigue vigente. No es una versión norteamericana más de las que presentan a un Hitler demoníaco, caricaturizado y plano. Se trata de una versión documentada, alemana, hablada en alemán, sobre la caída de un imperio y una utopía del siglo XX.
El alemán es mi lengua materna, por lo que me resultó impactante en particular. Me recordó a mi abuela, una refugiada judía vienesa que junto a muchos otros europeos llegó a México gracias a la política de apertura a las víctimas del fascismo y del nazismo del general Cárdenas. Ella, la esposa de mi abuelo, un guapo teniente del ejército austro-húngaro de Francisco José, quien arriesgó su vida durante la Primera Guerra Mundial, nunca dejó de insistir en que aún después de la Segunda Guerra, y a pesar del Holocausto, debíamos hablar alemán: "Deutsche Sprache schöine Sprache", decía. El alemán es un bello idioma, de filósofos, músicos, pintores y poetas.
Bruno Ganz representa a Hitler, efectivamente un ser humano, tomado por un delirio de grandeza y la frialdad sin escrúpulos de la locura, al que un pueblo le confió su propia megalomanía y le cedió el poder de decisión sobre sus vidas, en pos de la realización de un arcaico y perverso ensueño paradisíaco que no se agotó, que se actualiza.
Testimonio honesto en el centro de la ética. Para poder ir más allá del horror, los propios alemanes y austriacos tienen que reconocer en sí mismos a la Alemania nazi por la que sus padres y abuelos votaron democráticamente, y que produjo la inhumanidad más brutal y grotesca de la historia.
En el bunker en que pasaron los últimos meses de su vida Hitler y sus súbditos de confianza, lo que sucedía en todo el país se reencontró como un microcosmos, como una isla. En esa versión de una tumba egipcia fueron muriendo los empleados y familiares de esta especie de faraón, en la medida en que 16 metros hacia arriba se caía el imperio. El paraíso se convertía en infierno.
Desde mi perspectiva como judía mexicana, hija de refugiados, reconozco en esta película comercial el asomo de un cuestionamiento sin justificaciones, de un duelo que muestra, sin velarla, la capacidad de este pueblo para el horror que, por fin, puede mirar la propia inhumanidad de sí mismo (de la que ningún pueblo está exento).
La vida de este pueblo trabajador —incluyendo a los judíos asimilados a Alemania y Austria—, productivo, capaz, sensible a las artes, no sólo a lo sublime y a lo romántico trágico, estaba marcada por la estética ordenadora de lo cotidiano, por el deseo de vivir a gusto, rodeados de Gemülichkeit (de lo acogedor). Eva Braun recibe en una salita del bunker a Speer, el arquitecto del monumental ilusionismo romano y medieval de Hitler; ella aparece sentada en un sillón diseñado por éste, frente a una mesita muy limpia, mantelitos blancos, charolita "mit Backerai" galletitas recién amasadas y horneadas —mismas recetas con las que yo me he deleitado desde chica— y una botella de champán, enfriada con hielo recién congelado, al tiempo que pequeños tremores de tierra los devuelven a las bombas que arriba destruyen Berlín.
En el año de 1942, una joven secretaria de 22 años, huérfana de padre, es contratada por el propio Hitler para convivir en una parte del bunker con él y sus más allegados, para ayudarle en sus asuntos personales, incluso tomar dictado de su testamento político (en el que especifica su orgullo por haber terminado con el "veneno judío"). De hecho, la película está basada en otra cinta: La secretaria de Hitler (una sobrecogedora entrevista filmada por el mismo director de esta película, Oliver Hirschbiegel, a Traudl Junge, sobre el tema de los últimos días de Hitler. Es interesante saber que, a través de esta entrevista y de un libro publicado en 2002: Hasta la Ultima hora: La secretaria de Hitler cuenta su vida que redactó esta dama con el apoyo de Melissa Müller, pudo por fin narrar en público su paso por el Apocalipsis, para descansar en paz). Traudl (qué caray, así le decían a mi mamá) era una linda muchacha de cara soñadora que no se había cuestionado para dónde hacerse en la vida, que no tenía interés político alguno, sólo una vida muy limitada que le aburría. ¿Cómo comprender su entrega a Hitler? La aburrición enferma o desespera.
Traudl (Alexandra María Lara), vivió entre los 22 y los 25 años en la residencia bajo tierra, fue una de las innumerables víctimas de la fascinación que producía el gobernante sobre sus súbditos. Estaba tan cerca del poder, sin compartirlo, quemándole la vanidad, ubicándola casi en el cielo, a pesar de estar bajo la tierra. Tantas le envidiaban estar cerca del "gran hombre" que le decía niña y la trataba con respeto, que cenaba con ella y agradecía a sus empleadas la buena cena que le habían cocinado, que adoraba a su perro y se dejaba envolver por las frivolidades de Eva Braun. ¿Cómo abandonarlo al final, cuando era un hombre acabado, enloquecido, una ruina?
Un Führer; en vez de padre, en vez del príncipe azul que despertó a la walkiria de Wagner. Un Führer al que se le debía adorar. En quien se podía confiar, sí, él podía confiarse de una muchachita de Müuchen como ella. Por un corto tiempo él también creyó en su idilio con el pueblo, pero éste necesariamente habría de convertirse en su contrario pananoico: en un traidor derrotado, juzgado culpable, cobarde y débil.
Lo que la secretaria y muchos de los sobrevivientes no podrían asimilar fueron los términos del genocida sobre su propio pueblo. La ironía de saber que el Führer no sintió compasión alguna por su pueblo masacrado. En sus palabras: "no es necesario preocuparnos del pueblo alemán. Al contrario, es mejor que desaparezca de la tierra. Este pueblo ha revelado ser el más débil de todos y, por lo tanto, la ley de la naturaleza nos dice que debe ser exterminado".
Toda la Höflichkeit (la cortesía), tanta buena educación y finas maneras características de la cultura germana, se incluyeron en el tejido del imperio que, en nombre de la civilización, regresó a la barbarie.
La caída expresa la precisión con la que un pueblo cumplió los deseos del genocida. Los bombazos que rompen y matan todo a su paso no deben provocar la estampida de los buenos soldados alemanes. Aunque ya todo estaba perdido, el pánico y la deserción estaban prohibidos. En el bunker, las conversaciones de todos, para empezar de Hitler, discurrían alrededor del suicidio. El deber era morir rápido, eficientemente, sin dolor. Suicidio y lealtad. Honor como respetabilidad. Los soldados, igual que los buenos burgueses, eran padres ejemplares. En sus casas, aun en las que estaban a un lado de los campos de muerte, se cumplían los requisitos de una educación formal, protocolaria. En medio de la destrucción de las ciudades de su patria, las buenas Hausfrauen, las amas de casa, esposas de los SS, no hablaron de más, siguieron preparando la comida, sus hijos —limpios y acicalados— se sentaban ante una mesa perfectamente bien puesta. El deber ser en la vida y en la muerte. Un padre se consideraba heroico si en vez de escapar y buscar la sobrevivencia de sus hijos, mejor descabezaba dos granadas para acabar con todos.
Al final, Eva Braun invitaba a los oficiales y empleados a divertirse, quería bailar, fumar, beber, olvidar, negar, casarse y suicidarse con alegría. Ella quería ser una muerta bonita.
Magda y Paul Goebbels dirigían con conocimiento musical (algo bien entrelazado con la vida diaria) el coro que habían organizado con sus seis inocentes hijos, quienes sin saber que habían sido convocados a su última morada, cantaban en el bunker para el tío Hitler las canciones preferidas de los buenos alemanes. Criaturas a quienes sus padres decidieron "redimir de un mundo sin nacionalsocialismo", matarlos mediante un ritual preciso, helado, maquinal, sin compasión, llevado a cabo por la madre (esa madre que se sintió la más feliz del mundo cuando Hitler en su despedida, antes de suicidarse, la nombra la más valiente madre del Reich). Para los Goebbels el mundo había iniciado y terminaba con la utopía. Ni sus hijos ni ellos mismos tenían vida propia, eran sólo partes de una ilusión. Las cartas estaban echadas, el paraíso había sido traicionado y debían suicidarse. Los hombres y las mujeres de carne y hueso no eran más que mascaradas, piezas insignificantes del alfabeto de un delirio de masas.
Hitler no es fiel más que a su locura. A la frialdad impuesta sobre cualquier forma de la compasión. Eva Braun se hinca, le suplica a su hombre —con quien se casará en unos momentos, a quien le brindará su muerte antes de que termine el día— que salve a su cuñado, que su hermana está embarazada de él. Qué importa si desertó, ya todo está perdido para ellos, ambos —y el mundo imaginado por el nacionalsocialismo— están acabados, más que muertos. ¿Cómo va a sentir compasion por sus ex leales convertidos en Verrager (perdedores), como su cuñado, un Schmarotzer, un parásito, que no entendió que su fidelidad al Führer exigía que viviese para él, que muriese con él en la ratonera?
Los paranoicos producen a los traidores. Y precisamente das Volk, tan arriado por el caudillo, era traidor porque se dejaba matar. Era traidor porque no se dejaba morir. Era traidor porque ya no podía matar más. No había más sangre que donar.
La caída. El paraíso que resta después del colapso es una sonrisa, la de Traudl y la de Peter, una joven de 25 y un niño (que perteneció a las juventudes hitlerianas) alemanes, liberados entre ruinas y escombros en el momento final de la Segunda Guerra Mundial. Alejarse, escuchar el canto de los pájaros, volver a ver árboles, sentir la brisa que corta el paso de una bicicleta donada por un ángel de la guarda. Nunca está todo perdido. Hay que volver a construir el Muro —die Mauer-, the Wall.

Revista Nexos

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