Los feminicidios de Ciudad Juárez
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Ensayo
Carlos Castresana Fernández *
Cuando estas páginas vean la luz, un nuevo acto de solidaridad con las mujeres de Ciudad Juárez habrá tenido lugar: un concierto musical en el Zócalo de la Ciudad de México. Será después de que la feria estadística criminal nos haya informado de que en el año 2005 que acaba de terminar, otras 35 jóvenes han muerto asesinadas en esa ciudad fronteriza, últimas de una lista escandalosamente larga que no deja de engrosarse desde hace más de una década, víctimas de una espiral de violencia irracional que las autoridades locales no pueden o no quieren detener.
La violencia de género es aquella que padecen las mujeres por el mero hecho de ser mujeres. Es una violencia que lleva implícita la discriminación por razón de sexo; una violencia instrumental, que busca perpetuar una situación de sumisión, y que castiga a las mujeres que pretenden escapar de ese papel subordinado que quiere imponerles la cultura tradicional predominantemente masculina. Conforme más libertad personal, social, política y económica alcanzan las mujeres, menor es la discriminación que padecen, pero mayor es el riesgo de violencia que enfrentan por parte de hombres que pretenden devolverlas a la situación anterior de sometimiento.
La característica más marcada de los feminicidios en Ciudad Juárez es la falta de respuesta de las instituciones. Tres cuartas partes de los crímenes constituyen manifestaciones de violencia familiar. Las mujeres mueren a manos de quienes tienen más cerca: sus maridos, amantes o novios, sus padres, u otros varones de su entorno. La característica fundamental de la violencia intrafamiliar es que es esencialmente evitable. En la mayor parte de los casos, se trata de muertes anunciadas. El feminicidio es sólo el último eslabón de una cadena de violencia que conoce y hace públicas múltiples manifestaciones e incidentes anteriores, que permiten anticipar y prevenir el fatal resultado final. La incapacidad de las instituciones para evitar esta clase de crímenes no es, pues, fruto de errores accidentales ni de disfunciones esporádicas, sino síntoma de las carencias de un Estado incapaz de dar cumplimiento a los compromisos esenciales del contrato social, sobre cuya base se construyen los estados de derecho. El adecuado funcionamiento y coordinación de los diferentes servicios públicos, policiales, judiciales y de asistencia social puede prevenir y reducir drásticamente la violencia intrafamiliar.
Por el contrario, la violencia extrafamiliar con motivación sexual, que en Ciudad Juárez constituye una cuarta parte de los casos, y es la que produce mayor alarma social por el gran número de víctimas, pero sobre todo por la particular abyección demostrada por los criminales, que secuestran, violan y asesinan con crueldad extrema a sus jóvenes víctimas para abandonar luego sus cuerpos torturados en los baldíos, es esencialmente aleatoria. La elección de la víctima se realiza con criterios genéricos: se trata de mujeres, son jóvenes, trabajadoras o estudiantes de condición humilde, y carecen por todo ello de protección social, política o institucional. Esas coordenadas abstractas convierten en víctimas potenciales a miles de mujeres que se encuadran en ellas sin saberlo ni pretenderlo.En estos casos, la adopción de medidas preventivas generales puede ayudar, pero el único remedio realmente eficaz es la represión penal: investigar, procesar y castigar a los culpables.
Los feminicidios de Ciudad Juárez no son los más numerosos ni los más graves de una violencia de género que afecta a muchos otros lugares, y en algunos de manera aun más grave. ¿Por qué son, entonces, paradigmáticos?: por la incapacidad demostrada por las autoridades para impedirlos y para castigarlos. Son muestra de una desviación de poder endémica, regular, de un verdadero colapso institucional.
Esta corrupción del sistema no se erradica persiguiendo comportamientos individuales (aunque la persecución efectiva de los corruptos ayudaría mucho, obviamente), sino eliminando las condiciones en las que generalmente se produce. El remedio fundamental es la transparencia: es necesario abrir las puertas y ventanas de los tribunales de justicia, para que la sociedad vea y sepa lo que los policías, los fiscales y los tribunales están haciendo. Cuando los ciudadanos dispongan de antemano de la misma información de que disponen los jueces al resolver, la decisión de estos será muy previsible; les será más difícil, entonces, justificar decisiones que no respondan a las expectativas razonables de la sociedad.
Para resolver los feminicidios, es imprescindible el acercamiento entre la administración de justicia y la sociedad. Las instituciones deben ofrecer resultados efectivos en plazos razonables. Sólo de esa manera podrán recuperar la confianza perdida. Para conseguirlo, tienen que abordar de manera seria y sistemática las investigaciones de las torturas y detenciones ilegales alegadas por los detenidos, con todas las consecuencias; y tienen que rechazar de oficio por falta de legitimidad cualquier prueba de cargo obtenida de manera ilícita, con violación de la integridad física y otros derechos fundamentales de los inculpados o testigos. El castigo de los funcionarios responsables es igualmente imprescindible.
Las sociedades atemorizadas -y Ciudad Juárez, capital de uno de los grupos más poderosos del crimen organizado en todo el mundo, lo es- estigmatizan a las víctimas. Los ciudadanos se apartan de ellas para demostrar su sumisión al agresor, haciendo patente su decisión de no inmiscuirse, y para sentir una efímera seguridad. Separándose, creen que aquello que le pasó a la víctima no puede pasarles a ellos o a sus familias, porque ellos son diferentes. Por eso, se sienten tranquilizados cuando las autoridades etiquetan a las víctimas como personas de conducta dudosa. Como si eso, cierto o no, justificara su asesinato.
En Ciudad Juárez, el Estado no demuestra la presencia ni desarrolla la actividad que requerirían las circunstancias. Su ausencia es colmada por la presencia alternativa de otros poderes que coexisten en esa tierra de nadie: junto al debilitado poder institucional, el poder económico de la industria doméstica y las compañías multinacionales, y el poder omnipresente del cártel de Juárez.
Sabemos quiénes están detrás de los casos de violencia intrafamiliar; sabemos que son evitables, y sabemos también que la actuación de las instituciones puede y debe ser mejorada para prevenirlos y, llegado el caso, castigarlos.
No sabemos, por el contrario, quién está detrás de la violencia sexual extrafamiliar en Ciudad Juárez, por más que la reiteración de patrones de conducta en muchos de los crímenes nos permita avanzar algunas hipótesis. Podemos dar por hecho, según nos enseña la experiencia, que cuando las instituciones son incapaces, año tras año, de resolver crímenes de esta gravedad y persistencia, la única explicación razonable es que detrás de aquellos se encuentra un poder alternativo tan o más poderoso que el institucional, capaz de impedir a éste cumplir con sus obligaciones.
Quien esto escribe participó en 2003 como uno de los expertos enviados por la Organización de Naciones Unidas en una misión que tenía por objeto investigar las carencias del sistema procesal de Chihuahua que estaban propiciando la impunidad. Se han atendido las recomendaciones más técnicas, las menos relevantes. En los dos últimos años, han seguido produciéndose reformas institucionales, y las personas y organismos encargados de las investigaciones han ido cambiando, pero no cabe apreciar resultados sustanciales. El fondo del problema, la estructura y funcionamiento de las instituciones encargadas de la tramitación de los procesos penales permanecen más o menos iguales.
Los tribunales de justicia deberían ser las columnas inamovibles sobre las que descansa el principio de legalidad, inmunes a las presiones, independientes e imparciales. Con demasiada frecuencia, sin embargo, se muestran muy poderosos con los débiles, y demasiado débiles con los poderosos. La sociedad civil mexicana -y no sólo las mujeres: los hombres también- debe recuperar y hacer suyas a las víctimas de Ciudad Juárez, cualquiera que fuera su origen y condición, y reivindicarlas. Sólo cuando la opinión pública y los medios de comunicación sean capaces de articular frente a los crímenes una demanda de justicia que sea al menos tan poderosa como la demanda de impunidad que protege a los culpables, las fuerzas estarán equilibradas y los jueces encontrarán por fin las condiciones para empezar a cumplir con su obligación.
* Fiscal del Tribunal Supremo de España.
Revista Proceso
Carlos Castresana Fernández *
Cuando estas páginas vean la luz, un nuevo acto de solidaridad con las mujeres de Ciudad Juárez habrá tenido lugar: un concierto musical en el Zócalo de la Ciudad de México. Será después de que la feria estadística criminal nos haya informado de que en el año 2005 que acaba de terminar, otras 35 jóvenes han muerto asesinadas en esa ciudad fronteriza, últimas de una lista escandalosamente larga que no deja de engrosarse desde hace más de una década, víctimas de una espiral de violencia irracional que las autoridades locales no pueden o no quieren detener.
La violencia de género es aquella que padecen las mujeres por el mero hecho de ser mujeres. Es una violencia que lleva implícita la discriminación por razón de sexo; una violencia instrumental, que busca perpetuar una situación de sumisión, y que castiga a las mujeres que pretenden escapar de ese papel subordinado que quiere imponerles la cultura tradicional predominantemente masculina. Conforme más libertad personal, social, política y económica alcanzan las mujeres, menor es la discriminación que padecen, pero mayor es el riesgo de violencia que enfrentan por parte de hombres que pretenden devolverlas a la situación anterior de sometimiento.
La característica más marcada de los feminicidios en Ciudad Juárez es la falta de respuesta de las instituciones. Tres cuartas partes de los crímenes constituyen manifestaciones de violencia familiar. Las mujeres mueren a manos de quienes tienen más cerca: sus maridos, amantes o novios, sus padres, u otros varones de su entorno. La característica fundamental de la violencia intrafamiliar es que es esencialmente evitable. En la mayor parte de los casos, se trata de muertes anunciadas. El feminicidio es sólo el último eslabón de una cadena de violencia que conoce y hace públicas múltiples manifestaciones e incidentes anteriores, que permiten anticipar y prevenir el fatal resultado final. La incapacidad de las instituciones para evitar esta clase de crímenes no es, pues, fruto de errores accidentales ni de disfunciones esporádicas, sino síntoma de las carencias de un Estado incapaz de dar cumplimiento a los compromisos esenciales del contrato social, sobre cuya base se construyen los estados de derecho. El adecuado funcionamiento y coordinación de los diferentes servicios públicos, policiales, judiciales y de asistencia social puede prevenir y reducir drásticamente la violencia intrafamiliar.
Por el contrario, la violencia extrafamiliar con motivación sexual, que en Ciudad Juárez constituye una cuarta parte de los casos, y es la que produce mayor alarma social por el gran número de víctimas, pero sobre todo por la particular abyección demostrada por los criminales, que secuestran, violan y asesinan con crueldad extrema a sus jóvenes víctimas para abandonar luego sus cuerpos torturados en los baldíos, es esencialmente aleatoria. La elección de la víctima se realiza con criterios genéricos: se trata de mujeres, son jóvenes, trabajadoras o estudiantes de condición humilde, y carecen por todo ello de protección social, política o institucional. Esas coordenadas abstractas convierten en víctimas potenciales a miles de mujeres que se encuadran en ellas sin saberlo ni pretenderlo.En estos casos, la adopción de medidas preventivas generales puede ayudar, pero el único remedio realmente eficaz es la represión penal: investigar, procesar y castigar a los culpables.
Los feminicidios de Ciudad Juárez no son los más numerosos ni los más graves de una violencia de género que afecta a muchos otros lugares, y en algunos de manera aun más grave. ¿Por qué son, entonces, paradigmáticos?: por la incapacidad demostrada por las autoridades para impedirlos y para castigarlos. Son muestra de una desviación de poder endémica, regular, de un verdadero colapso institucional.
Esta corrupción del sistema no se erradica persiguiendo comportamientos individuales (aunque la persecución efectiva de los corruptos ayudaría mucho, obviamente), sino eliminando las condiciones en las que generalmente se produce. El remedio fundamental es la transparencia: es necesario abrir las puertas y ventanas de los tribunales de justicia, para que la sociedad vea y sepa lo que los policías, los fiscales y los tribunales están haciendo. Cuando los ciudadanos dispongan de antemano de la misma información de que disponen los jueces al resolver, la decisión de estos será muy previsible; les será más difícil, entonces, justificar decisiones que no respondan a las expectativas razonables de la sociedad.
Para resolver los feminicidios, es imprescindible el acercamiento entre la administración de justicia y la sociedad. Las instituciones deben ofrecer resultados efectivos en plazos razonables. Sólo de esa manera podrán recuperar la confianza perdida. Para conseguirlo, tienen que abordar de manera seria y sistemática las investigaciones de las torturas y detenciones ilegales alegadas por los detenidos, con todas las consecuencias; y tienen que rechazar de oficio por falta de legitimidad cualquier prueba de cargo obtenida de manera ilícita, con violación de la integridad física y otros derechos fundamentales de los inculpados o testigos. El castigo de los funcionarios responsables es igualmente imprescindible.
Las sociedades atemorizadas -y Ciudad Juárez, capital de uno de los grupos más poderosos del crimen organizado en todo el mundo, lo es- estigmatizan a las víctimas. Los ciudadanos se apartan de ellas para demostrar su sumisión al agresor, haciendo patente su decisión de no inmiscuirse, y para sentir una efímera seguridad. Separándose, creen que aquello que le pasó a la víctima no puede pasarles a ellos o a sus familias, porque ellos son diferentes. Por eso, se sienten tranquilizados cuando las autoridades etiquetan a las víctimas como personas de conducta dudosa. Como si eso, cierto o no, justificara su asesinato.
En Ciudad Juárez, el Estado no demuestra la presencia ni desarrolla la actividad que requerirían las circunstancias. Su ausencia es colmada por la presencia alternativa de otros poderes que coexisten en esa tierra de nadie: junto al debilitado poder institucional, el poder económico de la industria doméstica y las compañías multinacionales, y el poder omnipresente del cártel de Juárez.
Sabemos quiénes están detrás de los casos de violencia intrafamiliar; sabemos que son evitables, y sabemos también que la actuación de las instituciones puede y debe ser mejorada para prevenirlos y, llegado el caso, castigarlos.
No sabemos, por el contrario, quién está detrás de la violencia sexual extrafamiliar en Ciudad Juárez, por más que la reiteración de patrones de conducta en muchos de los crímenes nos permita avanzar algunas hipótesis. Podemos dar por hecho, según nos enseña la experiencia, que cuando las instituciones son incapaces, año tras año, de resolver crímenes de esta gravedad y persistencia, la única explicación razonable es que detrás de aquellos se encuentra un poder alternativo tan o más poderoso que el institucional, capaz de impedir a éste cumplir con sus obligaciones.
Quien esto escribe participó en 2003 como uno de los expertos enviados por la Organización de Naciones Unidas en una misión que tenía por objeto investigar las carencias del sistema procesal de Chihuahua que estaban propiciando la impunidad. Se han atendido las recomendaciones más técnicas, las menos relevantes. En los dos últimos años, han seguido produciéndose reformas institucionales, y las personas y organismos encargados de las investigaciones han ido cambiando, pero no cabe apreciar resultados sustanciales. El fondo del problema, la estructura y funcionamiento de las instituciones encargadas de la tramitación de los procesos penales permanecen más o menos iguales.
Los tribunales de justicia deberían ser las columnas inamovibles sobre las que descansa el principio de legalidad, inmunes a las presiones, independientes e imparciales. Con demasiada frecuencia, sin embargo, se muestran muy poderosos con los débiles, y demasiado débiles con los poderosos. La sociedad civil mexicana -y no sólo las mujeres: los hombres también- debe recuperar y hacer suyas a las víctimas de Ciudad Juárez, cualquiera que fuera su origen y condición, y reivindicarlas. Sólo cuando la opinión pública y los medios de comunicación sean capaces de articular frente a los crímenes una demanda de justicia que sea al menos tan poderosa como la demanda de impunidad que protege a los culpables, las fuerzas estarán equilibradas y los jueces encontrarán por fin las condiciones para empezar a cumplir con su obligación.
* Fiscal del Tribunal Supremo de España.
Revista Proceso
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