La pasión de los ángeles
Por Javier Cercas
Con su libro El Estado popular de Hitler. Robo, guerra racial y socialismo nacional, el historiador Götz Aly acaba de desencadenar una polémica considerable en una Alemania que a lo largo del año 2005 conmemoraba el 60o. aniversario de la caída del Ill Reich en medio de una avalancha de publicaciones en torno a la enigmática naturaleza del régimen nazi y sus resultados catastróficos. Lo que Aly sostiene es que la explicación de que uno de los países más civilizados de la tierra aceptara ser gobernado por una pandilla de oligofrénicos sin escrúpulos que instauró un régimen político de barbarie y lo condujo a una guerra incomparablemente devastadora y al exterminio de seis millones de judíos no debe buscarse sólo donde suele buscarse: en el hecho de que, rotos interiormente por la derrota en la I Guerra Mundial, devorados por la crisis económica y las condiciones salvajes impuestas por los vencedores en Versalles, y hechizados por una propaganda abrumadora, los alemanes se dejaran embaucar, como en una inconcebible borrachera multitudinaria, por las subyugantes promesas paradisiacas que surgían de la boca carismática del Führer. Aly arguye que esas razones no bastan; la verdadera explicación, afirma, no es ideológica: es económica. Según ella, los alemanes fueron sometidos a una suerte de soborno masivo: a cambio de su colaboración con el régimen -de su apoyo a la guerra, la barbarie y el exterminio-, los ciudadanos de Alemania obtuvieron abundantes beneficios sociales y económicos, resultado del expolio sistemático e indiscriminado del patrimonio de los judíos asesinados y del de los países ocupados por la Wehrmacht. Aly documenta ampliamente el expolio: también, las ventajas que de él se derivaron para la vida cotidiana de los alemanes. Así que, a pesar de los reproches de algunos historiadores solventes (que lo acusan de practicar un materialismo estrecho de miras), no queda más remedio que concluir que en parte Aly tiene razón.Pero sólo en parte. Ni siquiera Aly puede dejar de reconocer que también hubo borrachera y líder carismático y delirios antisemitas de pureza racial y promesas de Paraíso, y que, en el contexto de una depresión colectiva, es fácil dejarse seducir por las promesas de Paraíso. En ese contexto y, para mucha gente, en cualquier otro, porque, como dice Javier Mina en su libro El ojo del cíclope, la del Paraíso en la tierra es "la metáfora fundante del totalitarismo": la perversa fascinación de éste radica precisamente en que nos promete librarnos de la contradictoria y dolorosa complejidad de lo real para entregarnos al ilusorio sosiego feliz de un lugar que no existe más que en los delirios enfermos de un Führer. Ahora bien, lo que llama de veras la atención en las reacciones que han suscitado las tesis de Aly es que para muchos resulte más escandaloso el hecho de que los alemanes apoyaran a los nazis llevados por móviles económicos que el hecho de que lo hicieran llevados por móviles ideológicos. Porque lo cierto es que la guerra y el exterminio no son menos abyectos si se cometen (o se apoyan) por idealismo que si se cometen (o se apoyan) por dinero. Es más: los grandes asesinos actúan casi siempre movidos por buenas razones. convencidos de que están obrando por el bien de la humanidad, o al menos por el bien de los suyos. Naturalmente, esta evidencia tremenda no es fácil de aceptar, porque equivale a aceptar que nuestro enemigo -incluso el enemigo de cualquier forma de comportamiento civilizado- puede ser alguien saturado de bondad y altruismo, pero el hecho es que es válida tanto para los regímenes totalitarios (de ayer y de hoy como para los terroristas (de hoy y de ayer). Oímos decir a menudo que el terrorismo no tiene razones. Pero una cosa es decir que el terrorismo no tiene razón, y otra, que no tiene razones. Por supuesto que las tiene, y siempre o casi siempre -para quien lo practica- esas razones son las mejores. ¿O es que alguien se imagina que los jihadistas que tumbaron las Torres Gemelas y volaron por los aires los trenes de Madrid y los vagones de metro y los autobuses de Londres actuaron guiados por motivos rastreros? No: lo hicieron por idealismo, por altruismo, convencidos de obrar en favor de un mundo mejor, de que con sus crímenes iban a traer el Paraíso a la tierra. No eran fanáticos enloquecidos, sino actores perfectamente racionales. Eran ángeles; ángeles exterminadores, desde luego, pero ángeles. Sobra decir que esto los hace mucho más peligrosos, porque no basta con impedirles que actúen: además hay que eliminar el idealismo desaforado y perverso que les impulsó a actuar, hay que quitarles no sólo la razón, sino las razones, porque son ellas -tan atroces corno radiantemente seductoras- las que van a seguir impulsando a actuar a tantos otros como ellos.Así que ojalá Götz Aly tuviera razón: ojalá los alemanes que apoyaron a Hitler hubieran actuado sólo por codicia. La codicia es una pasión humana, tangible, relativamente controlable también. Hay otras -más antiguas que la codicia, como la pasión por el Paraíso- que no lo son. No son las pasiones de los hombres, sino las de los ángeles. Y por eso son también mucho más peligrosas.
Revista El País Semanal
Por Javier Cercas
Con su libro El Estado popular de Hitler. Robo, guerra racial y socialismo nacional, el historiador Götz Aly acaba de desencadenar una polémica considerable en una Alemania que a lo largo del año 2005 conmemoraba el 60o. aniversario de la caída del Ill Reich en medio de una avalancha de publicaciones en torno a la enigmática naturaleza del régimen nazi y sus resultados catastróficos. Lo que Aly sostiene es que la explicación de que uno de los países más civilizados de la tierra aceptara ser gobernado por una pandilla de oligofrénicos sin escrúpulos que instauró un régimen político de barbarie y lo condujo a una guerra incomparablemente devastadora y al exterminio de seis millones de judíos no debe buscarse sólo donde suele buscarse: en el hecho de que, rotos interiormente por la derrota en la I Guerra Mundial, devorados por la crisis económica y las condiciones salvajes impuestas por los vencedores en Versalles, y hechizados por una propaganda abrumadora, los alemanes se dejaran embaucar, como en una inconcebible borrachera multitudinaria, por las subyugantes promesas paradisiacas que surgían de la boca carismática del Führer. Aly arguye que esas razones no bastan; la verdadera explicación, afirma, no es ideológica: es económica. Según ella, los alemanes fueron sometidos a una suerte de soborno masivo: a cambio de su colaboración con el régimen -de su apoyo a la guerra, la barbarie y el exterminio-, los ciudadanos de Alemania obtuvieron abundantes beneficios sociales y económicos, resultado del expolio sistemático e indiscriminado del patrimonio de los judíos asesinados y del de los países ocupados por la Wehrmacht. Aly documenta ampliamente el expolio: también, las ventajas que de él se derivaron para la vida cotidiana de los alemanes. Así que, a pesar de los reproches de algunos historiadores solventes (que lo acusan de practicar un materialismo estrecho de miras), no queda más remedio que concluir que en parte Aly tiene razón.Pero sólo en parte. Ni siquiera Aly puede dejar de reconocer que también hubo borrachera y líder carismático y delirios antisemitas de pureza racial y promesas de Paraíso, y que, en el contexto de una depresión colectiva, es fácil dejarse seducir por las promesas de Paraíso. En ese contexto y, para mucha gente, en cualquier otro, porque, como dice Javier Mina en su libro El ojo del cíclope, la del Paraíso en la tierra es "la metáfora fundante del totalitarismo": la perversa fascinación de éste radica precisamente en que nos promete librarnos de la contradictoria y dolorosa complejidad de lo real para entregarnos al ilusorio sosiego feliz de un lugar que no existe más que en los delirios enfermos de un Führer. Ahora bien, lo que llama de veras la atención en las reacciones que han suscitado las tesis de Aly es que para muchos resulte más escandaloso el hecho de que los alemanes apoyaran a los nazis llevados por móviles económicos que el hecho de que lo hicieran llevados por móviles ideológicos. Porque lo cierto es que la guerra y el exterminio no son menos abyectos si se cometen (o se apoyan) por idealismo que si se cometen (o se apoyan) por dinero. Es más: los grandes asesinos actúan casi siempre movidos por buenas razones. convencidos de que están obrando por el bien de la humanidad, o al menos por el bien de los suyos. Naturalmente, esta evidencia tremenda no es fácil de aceptar, porque equivale a aceptar que nuestro enemigo -incluso el enemigo de cualquier forma de comportamiento civilizado- puede ser alguien saturado de bondad y altruismo, pero el hecho es que es válida tanto para los regímenes totalitarios (de ayer y de hoy como para los terroristas (de hoy y de ayer). Oímos decir a menudo que el terrorismo no tiene razones. Pero una cosa es decir que el terrorismo no tiene razón, y otra, que no tiene razones. Por supuesto que las tiene, y siempre o casi siempre -para quien lo practica- esas razones son las mejores. ¿O es que alguien se imagina que los jihadistas que tumbaron las Torres Gemelas y volaron por los aires los trenes de Madrid y los vagones de metro y los autobuses de Londres actuaron guiados por motivos rastreros? No: lo hicieron por idealismo, por altruismo, convencidos de obrar en favor de un mundo mejor, de que con sus crímenes iban a traer el Paraíso a la tierra. No eran fanáticos enloquecidos, sino actores perfectamente racionales. Eran ángeles; ángeles exterminadores, desde luego, pero ángeles. Sobra decir que esto los hace mucho más peligrosos, porque no basta con impedirles que actúen: además hay que eliminar el idealismo desaforado y perverso que les impulsó a actuar, hay que quitarles no sólo la razón, sino las razones, porque son ellas -tan atroces corno radiantemente seductoras- las que van a seguir impulsando a actuar a tantos otros como ellos.Así que ojalá Götz Aly tuviera razón: ojalá los alemanes que apoyaron a Hitler hubieran actuado sólo por codicia. La codicia es una pasión humana, tangible, relativamente controlable también. Hay otras -más antiguas que la codicia, como la pasión por el Paraíso- que no lo son. No son las pasiones de los hombres, sino las de los ángeles. Y por eso son también mucho más peligrosas.
Revista El País Semanal
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